RECUERDOS Y RELATOS RURALES
Por Gínder Peraza Kumán
Lo recuerdo claramente como si lo hubiera visto ayer: un jurel de unos 40 centímetros de largo perseguía tan ferozmente un cardumen de sardinas, que no se percató de lo cerca que estaba ya de la orilla y quedó varado en la arena. Pero no pasó nada, pues con varios fuertes coletazos regresó a las aguas poco más profundas.
Cuando yo era niño –o sea, hace poco más de medio siglo– las aguas en el mar de Dzilam Bravo, a sólo 12 kilómetros de mi natal Dzilam González, estaban llenas de peces de variadas especies. Pero la presión demográfica, es decir, el crecimiento de la población, no sólo del puerto, sino también de los municipios cercanos, así como la pesca indiscriminada, sin respeto a los demasiado cortos períodos de veda –las autoridades de pesca siempre han tenido miedo de aplicar la ley–, acabaron con muchos recursos marinos aprovechables.
Pero hoy no hablaremos de los factores negativos que han perjudicado grandemente a la actividad pesquera, sino de un tipo de peces que están quedando sólo en el recuerdo, y ya no llegan a nuestras ollas y sartenes: son los que no tienen escamas, que algunos menosprecian “por feos” o porque viven en la ciénega, que desde luego se llama así porque está formada con lodo.
Recordamos al pejesapo, de piel atigrada –anaranjada con motas y rayas cortas de color negro, panza blanca y dientes cuadrados como los de los mamíferos–. Su nombre se lo ganó por el recurso, muy poco eficaz, por cierto, que tenía de inflar su panza y entonces parecerse de cierta manera a un batracio.
Se le podía ver a uno o dos metros de la orilla del mar, en pequeños grupos de hasta 5 ó 6. Nadie trataba de pescarlos para comerlos, primero porque había disponibles otras especies, y segundo porque poseía una glándula que segregaba una sustancia tóxica.
Para aprovechar al pejesapo, había que pelarlo. Se le hacía un corte circular a la piel a la altura de las agallas, pasando debajo de éstas, y luego, tomando firmemente con una mano el cuerpo, se le rompía la columna llevando con la otra mano hacia atrás la cabeza. Al jalar ésta, la piel salía como cuando uno se quita un calcetín, arrastrando juntas todas las vísceras. Quedaba sólo un tubo de carne blanca con la cola, con muy pocos huesos, al que se le hacían algunos cortes para que se marinara mejor, y se podía freír con aceite y mantequilla.
El pejesapo prácticamente se extinguió cuando se descubrió que podía comerse, y que era sabroso.
Otro pez sin escamas, con dientes parecidos a los del pejesapo, era el llamado “conejo”, precisamente por la forma de sus piezas dentales delanteras. De panza blanca y azul-verdosa la parte del espinazo, alcanzaba un tamaño y peso mayores, con hasta kilo y medio, que el de su paisano de piel atigrada. Como no tenía aquella peligrosa glándula venenosa, desapareció más pronto que el pejesapo, y también como éste tenía el recurso de inflar su panza como mecanismo de defensa ante sus depredadores. En realidad también a él le valía de muy poco ese recurso.
Una vez platicábamos con un niño en un muelle del área de Yucalpetén, que nos contó orgulloso que había pescado un conejo (me parece que algunos llamaban pollo a ese pescado) y que su abuela lo cocinó y casi hizo un fiestón.
Por cierto que el voraz jurel, que mencionamos al principio, tampoco tiene escamas, aunque en sus costados cuenta con sendas franjas ríspidas que le corren casi a todo lo largo del cuerpo, como si fueran delgadas sierras de cinta que se hacen más perceptibles conforme se acerca a la cola. Se acostumbra cortárselas a ras antes de freírlo o cocinarlo. Algunos desprecian al jurel porque partes de su carne son oscuras (al parecer tienen ahí más aceite, lo que dietéticamente sería muy bueno), pero en realidad es muy sabroso.
No es éste un repaso exhaustivo a los peces sin escamas, así que aquí lo dejaremos, no sin antes mencionar al carito y al bonito, dos túnidos (se parecen al atún, aunque éste les gana en calidad de carne) de los cuales este último es el menos apreciado, también porque partes de su carne son oscuras, pero hay quienes saben –como nuestro amigo Manuel Nadal, de Dzilam Bravo– cocinarlo y convertirlo en una delicia. No es el pescado, es el cocinero.
Otro día dedicaremos la columna a un pez sin escamas al que podemos considerar todo un personaje: el bagre.
Posdata: A manera de preguntas, si no tienen escamas, ¿ya no figuran en la pesca de escama? Entonces, comercialmente, ¿en qué grupo los debemos clasificar, en el de “pellejudos”?