En esta ocasión, les comparto una historia que suele escucharse en mi pueblo, durante los días dedicados a los finados.
Cuentan que hubo una vez en el pueblo un campesino al que le gustaba mucho la cacería. Todos los días cuando iba a su milpa cargaba su escopeta.
—Así, si veo un venado cruzarse en mi camino lo puedo cazar—, solía decir.
Por las tardes, cuando terminaba de almorzar y escuchaba el sonido del cuerno que se soplaba para llamar a los que quisieran ir de cacería, tomaba su escopeta y su calabazo, llamaba a sus perros con un chiflido y se iba al sitio donde se reunían las personas que irían a la batida.
Los días que no escuchaba sonar el cuerno, para quitarse la inquietud, el chi’ichnakil como le llaman los abuelos, tomaba su escopeta y se iba solo al monte, él ya sabía dónde acostumbraban pasar los venados.
Además, tenía mucha suerte; en ocasiones cazaba hasta dos venados en una misma batida.
Cuando sus compañeros veían esto, le decían a manera de broma que ya no fuera tanto a la cacería, que no fuera a ser que causara la extinción de los venados. Solamente los escuchaba y reía.
Cuando llegaban los días en que se celebraban los finados, nadie iba al monte porque sabían que eran días santos. Pero este campesino no descansaba de la cacería, ni en esos días; aunque su esposa le decía que no fuera, no la escuchaba.
En una ocasión, próxima a la celebración de los finados, tomó su escopeta y se fue al monte para ver si cazaba algún animal. Llegó junto a un enorme árbol de pak’alche’ donde sabía que los venados iban a comer y se escondió entre la maleza para esperarlos.
No pasó mucho tiempo cuando escuchó que algo se acercaba quebrando ramas a su paso; preparó su escopeta y apuntó en la dirección donde escuchó aquellos ruidos. De repente, vio asomarse una hermosa venada que se acercaba lentamente. Esperó que se acercara otro poco, y le disparó…
¡Puum!, sonó el disparo.
¡Kíijlim!, cayó la enorme presa.
Muy contento porque vio que la mató, se le acercó, la amarró y la cargó para llevar a su casa. Cuando llegó, le quitó la piel y le dijo a su esposa que guisara un poco de la carne, en caldo, para que comieran y que al resto le pusiera sal para que no se descomponga. La cabeza y la “panza” las coció en el pib como era costumbre.
Al observar que la piel de la venada era muy bonita, pensó en ponerla al sol para que se seque y se la venda al zapatero. La extendió y la clavó en una pared de su casa hecha con zacate y tierra roja. Cuando concluyó, su esposa le sirvió el guiso que había preparado, acompañado con algunas tortillas que elaboró a mano; cuando el campesino terminó de comer, como ya había oscurecido, se acostó a dormir pues estaba muy cansado.
Apenas amaneció, lo primero que pensó fue ver si los perros, u otros animales, no se comieron la piel que puso a secar; se levantó y fue a verlo. Cuando llegó al sitio donde la clavó se sorprendió mucho, al ver que en la pared había un hermoso huipil de mestiza.
Cuando lo miró fijamente, empezaron a brotar sus lágrimas, Porque reconoció que aquel hermoso huipil era la prenda que vestía su linda madre cuando la enterró, hacía poco tiempo; no tenía ni un año que había fallecido su madrecita.
Entonces, reconoció que era el ánima de su madre que había cazado. Con esto que le sucedió, ya nunca más fue de cacería.
En los pueblos mayas se dice que los días de finados son noj k’iin o días santos, por eso nadie debe ir a trabajar al monte o de cacería, saben que allí andan las ánimas, no vaya a suceder que las cacen o carguen el aire.
Por Milner Rolando Pacab Alcocer
Cansahcab tierra de leyendas