A mediados del siglo XX, en el centro de mi ciudad había varios cines, aparte de que cada barrio tenía el suyo propio, a veces hasta dos.
En aquella época las funciones eran de a dos películas y, en algunas ocasiones, hasta tres. Era frecuente la permanencia voluntaria, es decir, no tenías que salirte al terminar la función del mediodía o de la tarde, de manera que podías entrar a la hora que quisieras y quedarte para ver lo que te habías perdido. Claro está que también había parejitas que se echaban dos o tres funciones sin ver completa ninguna de las películas. Solo te sacaban al terminar la función de la noche, obviamente.
Entre película y película había un intermedio, para estirar las piernas, ir al baño y verles las caras a los dulceros y sidreros. Por excepción había funciones de una sola película, cuando era muy larga o se trataba de un estreno de postín.
En las matinés (que solo eran los domingos) no había permanencia voluntaria para la siguiente función, porque eran películas para niños y a partir del mediodía cambiaba la programación.
¡Paaapas, chicles, chocolates, larineees! ¡Sidras, sidras! Así recuerdo que gritaban los vendedores en los pasillos de los cines.
Los dulces los traían los pregoneros en cajas de cartón o de madera, que algunos colgaban de sus cuellos con mecates. Las sidras las cargaban en cubos de hojalata.
Sidra era el nombre genérico de los refrescos embotellados, cualquiera que fuera su marca. Creo que provenía de la entonces famosa Sidra Pino, embotellada por una empresa familiar.
Te los llevaban hasta tu lugar, como en las salas VIP de ahora.
¡Cácaro! Era otro grito simbólico, entonado en coro por la mayoría de los asistentes cuando no empezaba a tiempo la función, o cuando a media película se quemaba el rollo por haberse recalentado el proyector. En este último caso, se interrumpía la proyección, se prendían las luces y había que esperar que se empatara la cinta para continuar. La rechifla era monumental y continua hasta que volvieran a apagar las luces y se reanudara la función, dejándote la incógnita de qué pudo haber pasado en la escena perdida por la quemazón.
Estos son recuerdos dispersos e incompletos de un cinéfilo que con el tiempo perdió la afición por hacer colas. Es nada más para que los jóvenes tengan con que comparar y para que los ya no tan jóvenes se acuerden de aquellos cines de su ciudad, barrio o pueblo, verdaderos centros de interacción social.