El sol apenas despuntaba en Dzoyolá, una tranquila comisaría de Kanasín, cuando el murmullo de la gente rompió la calma. Dos hombres habían sido atrapados por los vecinos, acusados de merodear viviendas y sembrar miedo entre la comunidad. Con machetes en mano y miradas esquivas, los sospechosos se convirtieron en el blanco de la indignación colectiva.
Los pobladores, hartos de la inseguridad, los rodearon. Sus voces eran una mezcla de enojo y advertencia: “¡Aquí no queremos delincuentes!”. La escena se convirtió en un juicio público improvisado. Mientras algunos exigían castigo, otros pedían prudencia.
Finalmente, la comunidad decidió no cruzar la línea de la violencia. Con una firme advertencia y la promesa de que no serían tan indulgentes la próxima vez, los dejaron ir.
“Si regresan, no habrá segundas oportunidades”, sentenció un anciano del pueblo.
Este episodio no es aislado. En Yucatán, la justicia comunitaria cobra cada vez más fuerza. Tekit ya fue testigo de ello cuando un presunto feminicida fue linchado. La pregunta sigue en el aire: ¿hasta cuándo la gente tendrá que hacer justicia por sus propias manos?