El viento soplaba fuerte aquella tarde de sábado. El sol, aún brillante en el cielo, iluminaba la estrecha carretera que une Maní con Tipikal. Una motocicleta avanzaba a buen ritmo por la vía, desafiando las curvas con destreza, su motor rugiendo contra el silencio del campo.
Él, un joven con ansias de llegar pronto, tenía prisa. A su lado, ella, su compañera de viaje, se aferraba con suavidad a su cintura, confiando en su conducción. La carretera parecía despejada y la adrenalina del movimiento los envolvía. Pero el destino tenía otros planes.
En una curva cerrada, la decisión de rebasar se convirtió en un instante fatal. La camioneta apareció de frente, un gigante de metal transportando limones hacia Mérida. No hubo tiempo de frenar, no hubo espacio para maniobrar. El impacto fue seco y brutal. La motocicleta perdió el equilibrio, derrapó con violencia y ambos cuerpos fueron lanzados al asfalto.
Ella sobrevivió, aturdida, con el eco del choque aún vibrando en su mente. Miró a su compañero tendido sobre el pavimento, inmóvil, sin respuesta. Con lágrimas en los ojos, se quedó a su lado, esperando lo imposible. La sirena de la patrulla rompió el silencio, la policía municipal de Maní llegó para acordonar el área, mientras la tragedia tomaba forma en la mirada de los testigos.
El conductor de la camioneta, un hombre de Oxkutzcab, descendió con el alma en un hilo. Su carga de limones seguía en la parte trasera, intacta, ajena al caos. Miró la escena con un nudo en la garganta, consciente de que aquel día, en aquella carretera, un viaje no llegaría a su destino.