En las calles polvorientas de un municipio del cono sur de Yucatán, José camina sin rumbo fijo. Su rostro refleja el desgaste de los años y el peso de una lucha silenciosa contra su propia adicción. Como él, muchos jóvenes han caído en el abismo de las sustancias prohibidas, atrapados en un ciclo que los aleja de sus familias, sus sueños y su propia identidad.
La realidad es cruda. Cada día, el consumo de enervantes aumenta entre la población joven, dejando a su paso historias de desesperanza. A medida que las calles se llenan de rostros perdidos, los centros de rehabilitación se ven desbordados, incapaces de atender a la creciente demanda. Familias enteras, impotentes, buscan una solución, pero los espacios oficiales de atención brillan por su ausencia.
Sin una institución pública que administre programas de rehabilitación, los afectados deben recurrir a centros privados que operan en municipios más grandes. Algunos logran acceder a tratamiento, pero otros simplemente quedan a la deriva, expuestos a los peligros de la calle y a la indiferencia de la sociedad.
La historia de José es solo una entre muchas. Su familia ha intentado ayudarlo, pero sin los recursos necesarios, las opciones se agotan. Mientras tanto, las autoridades permanecen inertes ante una problemática que sigue cobrando víctimas, dejando un rastro de soledad y desesperación en cada esquina de los municipios.
El llamado es urgente: es necesario un compromiso real para enfrentar esta crisis. La rehabilitación y la prevención deben ser una prioridad, antes de que más jóvenes queden atrapados en un destino incierto, deambulando entre sombras en busca de una salida.