El humo blanco tardó en salir, pero cuando lo hizo, el mundo conoció a un papa inesperado: Robert Francis Prevost, un estadounidense discreto, misionero en Perú, y hasta hace poco casi desconocido fuera de los círculos eclesiásticos de Roma. Contra todo pronóstico, y en apenas 24 horas de votaciones intensas, se convirtió en el papa León XIV, gracias a una mezcla de carisma tranquilo, conexiones forjadas en dos continentes y un consenso tan improbable como rápido.
Los 127 cardenales que ingresaron al cónclave lo hicieron exhaustos, tras una meditación prolongada que pospuso la primera votación. La cena en Casa Santa Marta —sin celulares y con menú limitado— se convirtió en el espacio donde comenzaron las verdaderas conversaciones. Mientras se servían verduras y sopa ligera, los cardenales discutían nombres y perfiles. Fue allí donde Prevost comenzó a destacar, aunque sin moverse de su asiento ni levantar la voz.
Ni italiano, ni favorito. El cardenal Pietro Parolin, figura fuerte del Vaticano, llegaba como favorito, pero no logró cohesionar a los suyos. El conservador húngaro Peter Erdo no logró tracción suficiente. Fue entonces que emergió Prevost, ese cardenal de perfil bajo que había pasado por América Latina, hablaba español e italiano con fluidez y dirigía —con eficiencia y bajo perfil— la oficina vaticana que supervisa a los obispos del mundo.
Lo que más sorprendió a los cardenales no fue una campaña orquestada ni discursos brillantes: fue su capacidad de escuchar, conectar y representar a muchos sin imponerse a nadie. Como dijo un cardenal latinoamericano: “Cuando primero hay amistad, todo es más fácil”.
A la mañana siguiente, tras apenas tres rondas de votación, las papeletas comenzaron a inclinarse con fuerza hacia el estadounidense. Con 89 votos —muchos más de los dos tercios necesarios—, los cardenales estallaron en una ovación de pie. Mientras algunos lloraban, Prevost seguía sentado, con la cabeza entre las manos, visiblemente abrumado por la emoción.
Horas después, apareció en el balcón de San Pedro como León XIV, el primer papa estadounidense en la historia, y quizá, el último gran gesto de unidad de una Iglesia marcada por la diversidad, las tensiones internas y la necesidad urgente de un liderazgo sereno.