El sol de agosto iluminaba con fuerza las calles de Mérida, pero en el interior del Gran Museo del Mundo Maya, el calor no era solo el del clima, sino el de la tradición, la cultura y la comunidad que se reunieron para celebrar el encuentro artesanal **U meyajil k’abo’ob**. El sábado 24 y domingo 25 de agosto, el vestíbulo de la sala Mayamax se transformó en un espacio vibrante donde las manos de 25 artesanos yucatecos, provenientes de comunidades mayas como Yaxcabá y Hocabá, mostraron con orgullo su trabajo.
Desde temprano, el museo se llenó de visitantes curiosos, tanto locales como turistas, que se dejaron seducir por los colores y texturas de los rebozos, la suavidad de las hamacas, la delicadeza de la filigrana y la resistencia de la cestería. Cada puesto era un reflejo de la riqueza cultural de Yucatán, una ventana a las tradiciones que han sobrevivido al paso del tiempo, preservadas con esmero por generaciones de artesanos.
Nelly Alonzo López, directora del Gran Museo del Mundo Maya, observaba el ir y venir de los visitantes con una sonrisa. “Este es un encuentro que nos solicitan mucho los turistas y los visitantes. Ahora quisimos hacer esta propuesta y aprovechar el marco del Día Internacional de los Pueblos Indígenas”, comentó, orgullosa de haber proporcionado un espacio para que estos creadores pudieran compartir su arte.
El bazar no solo era un lugar de exhibición, sino también un puente entre las culturas. Los turistas, fascinados por la autenticidad de los productos, no solo compraban recuerdos, sino que se llevaban consigo algo más valioso: los contactos directos de los artesanos. “Muchas personas se llevan los contactos de los artesanos entonces de repente les encargan ciertas cosas. Este evento tiene continuidad porque ellos mismos buscan venir para estar en el espacio”, explicaba Nelly Alonzo, subrayando la importancia de crear relaciones que trascienden el evento mismo.
Durante esos dos días, el tiempo parecía detenerse en el vestíbulo del museo. De 10 de la mañana a 5 de la tarde, los sonidos de la conversación en español y maya, el tintineo de las joyas de filigrana y el suave crujir de la cestería llenaban el aire. Los artesanos, con una mezcla de timidez y orgullo, compartían las historias detrás de sus creaciones, relatos que hablan de raíces profundas, de identidad y de resistencia cultural.
La entrada era libre, un gesto que permitió a todos ser parte de esta celebración de la cultura maya. Y así, mientras el sol de agosto seguía su curso, el Gran Museo del Mundo Maya se convirtió en un refugio de tradición y de comunidad, un lugar donde, por un fin de semana, el pasado y el presente se encontraron en cada pieza artesanal, en cada sonrisa compartida y en cada historia contada.